
Una tarde, con el brazo que no tenía enyesado, comencé a fumar. Ese día olvidé lo mucho que me molestaba ver el ladrillo que mi papá guardaba todos los días en la cajuela de su carro o la detestable forma en que olía el tío B cuando se acercaba a saludarte. Lo olvidé no sólo esa tarde, sino por mucho tiempo. A partir de ahí, tal como había sido la primera vez, fumar se convirtió en el postre de las tertulias pubertas de los viernes y sábados. Fumaba entonces blancos, "pues hacen menos daño". Dejé de hacerlo, "pues no sabían a nada". Cambié a rojos y mis hábitos también cambiaron. Ya no sólo era de fin de semana, sino uno que otro esporádico entresemana en el baño del cuarto de visitas para que nadie lo notara. Irónicamente, fue ahí también cuando mis papás lo notaron y comenzó el juego de las escondidillas de tantos años.
Luego, ya viviendo en el centro, se volvió una costumbre diaria. De vez en cuando alternaba la marca, mas no el color. El número también fue incrementando. El E dice que fumar te ayuda a conocer gente. Conocí mucha gente e hice muchos amigos gracias a esa práctica. Pero nunca fumé por ser social, o incluso por vicio, siempre fue por ocio o por placer. Cuando regresaba a casa a lo mucho fumaba uno o dos cigarros al día. La restricción absoluta al mismo me lo impedía, pero también las ansías por éste se desvanecían. No obstante, durante esos años me hice la fama de fumador empedernido. Supongo que se volvió también una característica de mi andar.
Años más tarde, cuando mi vida cambió de nuevo, el hábito no lo hizo. Fumar se volvió crucial para entender y desempeñarme en la escena chilanga. Se convirtió también en gasolina y máximo placer en esas horas de madrugada al frente de mi computadora. Me ayudó a disfrutar y acabar la carrera, a llegar a Washington y a titularme. A decía que verme fumar era terrible pues parecía disfrutarlo tanto que únicamente incitaba a que los demás lo hicieran también. Lo disfrutaba mucho. El hacerlo era paso indispensable de toda comida que se consideráse podría ser excelsa. Fumar era también pretexto de conversaciones eternas al suelo o chelas en el calor de junio.
Hoy, hace un año, dejé de fumar.
A muchos les parece extraño que no lo haga e incluso accidentalmente continúan ofreciéndome cigarros. No los culpo. Hay concepciones que se quedan guardadas mucho tiempo. Cuando me preguntan cómo dejé de fumar cuento que un domingo por la noche dije "no más" y cómo cual buen fumador ya estaba prendiendo un cigarro a las 8 de la mañana del día siguiente en mi camino al trabajo. Aquella vez, contrario a lo que había ocurrido durante los últimos diez años, las primeras dos bocanadas me desagradaron y tiré el cigarro. Nunca más volví a fumar. Cuento esa historia pues es la verdad del cómo, más no es el por qué.
El por qué suelo reservármelo. Esta vez no será la excepción. Lo que sí diré es que hay momentos en los que llegas a entender qué es lo mejor para ti. También, hay cosas por las que vale la pena hacer esfuerzos. La vida está llena de intercambios y recompensas.
Hoy no digo que no se me antoje fumar. Por supuesto que de vez en cuando me llegan súbitos aromas del pasado que me llaman o ansias terribles cuando las cosas no andan bien. No lo voy a hacer. He pasado tanto ya sin hacerlo que me cuesta trabajo pensar en un pretexto suficientemente válido para volver. Por supuesto, tampoco pregonaré como aquellos mesías urbanos los bemoles del tabaco. Puritanos. A mí me sigue gustando, sólo que me fume ya todos los que tenía asignados en la vida.
Al final de este ya no breve relato creo que sólo quiero decir que entiendo y disfruto el por qué, me asombro del cómo, me acuerdo de lo que fue y vivo lo que ya no. Hoy hace un año dejé de fumar.
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