
Escapé hacia la naranja. Simplemente parecía lo más natural. Dejaba atrás la ciudad vieja y caótica de camiones de dos pisos. Con los Camper viajeros, de golpe y de comienzo, whiskys y quesos con amigos de antaño y otros que han ido llegando en el camino. Marcada costumbre.
Dos días más tarde estaba de nuevo en mi propia meca. Ahora ya no era de incógnito, sino con corbata e invitación. Primeros momentos con el italiano que está por llegar y la sensación de que el cogens sí puede ser racionalizado. Luego, mientras la Dama otrora Presidenta y el Interamericano venido a más comían a un lado, yo me aventuraba con Bernie y el G sobre las formas e importancia de fomentar el juego en casa. Ya en confianza y esperanzado, me atrevía a esbozar con el juez bueno y marroquí un chistín sobre la tradición cantabriana y los mexicanos. Parecía que hasta ahí podía ser yo. Tarde que hasta hoy parece ser un sueño. Una realidad paralela que me tocó vivir por un instante y que sin duda forma parte de uno de los días más grandes de mi vida. Ahí, en las entrañas mismas del juego en todo su esplendor.
También en la ciudad con H muda pero sonora fue dónde escuché primero Cielito Lindo, tal y como aquella tarde de octubre en que me recibió en Harrypotterland. Esta vez, por el contrario, señalaba el retorno. Fue ahí también dónde nos reunimos con la amiga funcionaria carioca y las similitudes de la grilla latinoamericana se hicieron evidentes. Curiosa manera de reiniciar aquel tema y carrera que me ha perseguido desde que decidí dedicarme a estos menesteres.
Una noche más tarde, ya en el país de los valones y flamencos, el tema me lo aventaba de nuevo al tenor de cena fantástica y licores de celebración. Primera escala con la tricolor y su servicio y el impulso para que me vuelva parte de él. Ya eran dos o tres las recientes insinuaciones. Yo, ni lo negaba ni lo afirmaba por no ser hecho propio. Ni lo sentía como tal. También, el relato de mi historia veinticinco años atrás y la evidencia de qué es lo que hay enfrente si tomo ciertos caminos. Al mismo tiempo, Cielito Lindo por segunda vez y la confirmación de que casa me estaba llamando así.
Fue ahí en la ciudad de la en realidad pequeña, pero gran, gran plaza, en la que terminarían las aventuras europeas con el G. Hermano con el que comparto el juego y quien me ayudó como nadie para sortear mi estancia. Cerró como todas las anteriores, como siempre había sido, como debió ser: en la parsimoniosa presencia de fabuloso plato y brebaje de compañía. Mi eterno agradecimiento para con él y la expectativa de nuevas odiseas en otros contextos.
Cuando la tarde caía Regina me llevaba en vagones a mi última escala. Lo hacía ella otra vez y yo llegaba de nuevo solito a despedirme. A sentir de nuevo mi lugar, mi propia sonrisa. Me encontraba de nuevo ante aquella ventana que marcó mi existencia desde hace muchos años.
Llegaba a manjares de familia. La mañana siguiente venía acompañada de otra exhortación al servicio y luego el amigo y el superhéroe ya no tan bilingüe. Plática de lo que fue y será toda esta aventura que se extendió por horas y comidas. Gran gusto y entendimiento.
El último día ya sólo fue mío. En chiquito, en silencio. Lo culminé con foie gras y magret inigualables. Antes, escala en el Jardin du Luxembourg para saborear todo lo que había pasado y café final en Place des Vosges para describirlo. Tiempo para mí, nada más. Para retenerlo todo y respirarlo una vez más. Ahí fue también dónde escuché por tercera vez Cielito Lindo y el presagio se volvía cierto.
Dejaba Europa por el único lugar por el que podía hacerlo. A la luz de su torre y su indescriptible magia. Aquél que me mueve como ninguno. Lo hacía en mis propios colores y texturas; tal y cómo fue toda esta aventura. Maravilloso cierre para una gran etapa de mi vida.
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