
Es brillante y verde, en todas sus tonalidades. Todo el tiempo sopla una brisa fresca y desde el primer instante se puede percibir la longevidad de la tierra. Todo lo que comenzó aquí. Por las tardes los cielos pastel y violentos dibujan el mármol que adorna las colinas.
Lugar de vida que se huele en cada esquina y que la niña de nombre con Delta definió como insostenible. El extremo de la desidia que se refleja en la fiesta de noche y en el desinterés del día. Caos que a veces me recordó casa, pero que sobrepasó mi entendimiento. El total desorden social y económico que jamás pensé ver en Europa. Festiva manera de ver la vida y de llevarla día a día.
País que se sostiene de la historia, en el que lo ancestral es sublime y el presente sólo mundano. Contrastes que convergen en Monastiraki y en los que la Acrópolis se postra sobre el grafiti que inunda Áttica. Paisaje urbano que cambia en un abrir y cerrar de ojos. Contrasta la siempre presente calidez de la gente. Tomates perfectos y aceitunas potentes. Comida infinitamente simple que guarda su grandeza en la calidad de sus ingredientes.
Saliendo de Piraeus, más allá del ruido y los cafés con escarcha, todo es calma. Mientras te pierdes en el Mediterráneo el día se hace aún más brillante y el azul cristalino avasalla la mirada. Incontenible belleza en forma de paisajes accidentados e interminables escalones blancos. Espacio perfecto que evoca recuerdos felices y sonrisas pasadas. Necesidad de compartirlo. Serena tarde cayendo en las barcas que llegan a Hydra. Súbito sentimiento de nostalgia que te hace prometer volver. Lugar en el que la mente simplemente vuela y en el que encontré una paz que hacía mucho no sentía.
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