
Comenzó con Slivotiza y la idea confusa de Europa central a mi lado y en mi vida. Hubo impactos previos que convirtieron esa pequeña tertulia en un primer escape de celebración. Continuó con la añoranza de lo que otros años había sido mientras las escasas, pero sumamente importantes, llamadas de teléfono comenzaban a entrar. Al tiempo en que a una lluvia fúrica le siguió una tenue intentaba disimular mi voz entrecortada y la melancólica necesidad de estar allá. De repente, ya cuando surcaba nubes galas y Regina me hablaba al oído la serenidad llegó a mí. Cielos rosas y aborregados me recibieron en el destino feliz, el que anhelaba desde hace tanto, mientras el ciberespacio seguía registrando mensajes que me tenían como destinatario. El aroma de la vida viva de este lugar como mayor regalo. Huîtres, confite de canard y crème brûlée porque qué mejor regalo. Finaliza, como terminan los días que me cambian: escribiendo. Esta vez con la torre a la vista como mayor ejemplo de que éste fue uno sólo para mí. Para atesorarlo en chiquito, en privado.
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