Con una botella de Glenfiddich dejé la isla. Junto con ella, la única intención de ver a otro de mis hermanos; uno con el que empezó el juego. Lo que viniera después sería todo ganancia.
Ya en la tierra de la casa de Orange no había siquiera dejado la maleta cuando ya estaba degustando brebajes belgas y comprobando que en ese lugar no hay magos de los que habla Bianchi. Irrelevante en realidad pues los días que siguieron no estaban destinados a ello, sino sólo a religiosamente cumplir con el ciclo comer – tomar en repetidas y abundantes ocasiones. Así fue como el Glühwein, las La Chouffe y las Luvel fueron consumidas con benevolencia y en contextos que significaron ver a R y a R de nuevo, que un gigante me diera un pase para ver al Ajax, al tiempo en que el cantinero me respondía descontextualizando un “¡órale, güey!”, o un inevitable clavado en los veinte centímetros de nieve antes de escuchar dutch cantado y vestido para concierto. Los salchichones, las delicias lyonesas y los risottos acapararon mi atención en medio de todo ello, también.
En la casa del diseño industrial y donde Van Gogh necesariamente tiene que ser visitado, me di cuenta de que a diferencia de otros turistas yo no soy Ámsterdam, pero que el whisky se pinta solo y con él las pláticas que llenan y dejan algo como aquéllas del sillón rojo cuando L y yo vivíamos juntos. Vestigios del camino que empezó conjunto y que demuestra que no con cualquiera se tienen empatías de tenacidad – o “clavadez”- como para tomarlo mientras en la pantalla Crawford y Pellet “pleadean”.
Dos días atrás el palacio de nombre incierto donde se encuentra la corte de derecho, pues el apelativo no es verdadero, y la extasiantemente profunda sensación de estar en mi propia meca. La certeza de que algún día regresaré, aunque sea a poner un puesto de jugos. El cielo cayéndose en copos de talco mientras justo al salir, de la nada, llegó a mis oídos Come Away With Me y la vida me recordó que le gusta bromear en momentos muy particulares.
De Holanda me llevé mucho que no esperaba. Salí con la prueba fehaciente de que sin atribución simplemente no hay nada ni lo habrá jamás, con unos Camper viajeros nuevos que acompañarán a los anteriores, con el descubrimiento de Sinterklaas y la ilusión de convertirme en malo para que a mí también me lleve a España, de preferencia antes de marzo.
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