Hace
algunos años, justo el día en que logré un gran sueño, conocí una niña que me
hipnotizó al instante. Una hermosa sonrisa en la que me perdí por mucho tiempo.
Vinieron idas y vueltas, pero conforme lo hacían la fui conociendo, me fui
adentrando en su vida y ella se convirtió en parte fundamental de la mía.
Compartíamos tanto y nos compenetrábamos de maneras extraordinarias. Por ella
lo podía todo e hice sus batallas mías con tal de verla sonreír en medio de la
gran vorágine en la que se encontraba. Creía fielmente que la amaba y que tenía
todos los motivos para hacerlo.
Pero la verdad es que la historia siempre la conocí sólo desde mi lado. Ironía
ante la intensidad de sus siempre presentes acercamientos y sus dichos de
sentimientos recíprocos. Con ello, o a pesar de ello, mientras se acercaba mi
día de partida todo se volvió turbio. Me aferré a ella y a mí y, en lo que en
ese momento creí era una consecuencia de mi abandono, ella sólo me dio la
espalda y, en un silencio que distaba tanto de la fuerza con la que me buscaba
antes, me dejó ir.
Llegué a la isla devastado y conflictuado por ella que era capaz de recolectar
un chicle por país sólo para mí, pero podía también desistirse de todo ello y
de mí de un día para otro. Así, sin más. No podía conmigo ni con la idea y el
sentimiento de quererla tanto y tan profundamente sin entender qué había
pasado. Después de un fin de semana en mi lugar feliz decidí dejar todo atrás y
poco a poco yo también dejarla ir.
Así fue como llevé la isla, pero no pasó un día en que no pensara en ella. Fui
sanando y quise guardar sólo las sonrisas que obtuve a su lado. Regresé a casa
en conflicto entre lo que fue y lo que quería. Quería buscarla pero no sabía
qué sentía ni cómo iba a reaccionar. Las heridas estaban sólo cubiertas, pero
también cubierto estaba lo
increíblemente feliz que me hacía.
Pasaron algunos meses y fue ella quien me buscó. Lo hizo justo después de su
ahora travesía por la isla. Según me dijo, su propio momento de catarsis en el
que yo también jugué un rol importante expresado en una postal de pocas
palabras, pero de muchos días y sentimientos. Para ese momento yo estaba listo
ya. Quería intentarlo, quería saber si era verdad toda la felicidad que intuía.
Ella me dijo que también quería hacerlo. Y así fue, fácil. De repente, dos años
se hicieron segundos en un instante y durante unas cuantas semanas todo ello
fue verdad. Había vuelto la sonrisa y la mía.
Sin embargo, todavía tenía que entender qué sentía y no quería preguntármelo.
Necesitaba descubrirlo o reconocerlo de nuevo a través de las sensaciones
diarias, de disfrutarla a ella y a la historia. Pero necesitaba de ella. Ella
siempre creyó que la amaría por siempre; yo no lo sabía. Necesitaba digerir
años de idas y vueltas y comprender qué estaba dispuesto a dar y hasta dónde mi
corazón podía aguantar. Y esa era una carga sumamente injusta que llevar. Era
una sentencia adelantada ante sus propias dudas. Una siempre presente salida de
emergencia. Le pedí tanto dejarlo a un lado y despacito disfrutar lo que
teníamos. No me sentí escuchado.
Pero como lo dije, la historia sólo la conozco y la cuento desde mi lado. Como
ya había pasado, regresaron los días turbios y difíciles. Y en un ya antes
escuchado escueto mensaje de carencia de sensaciones ella lo terminó. De la
manera más fría posible. Su verdad, su parte de la historia. Ya no pude digerir
lo que sentía. Esta vez decidí creer en su mensaje y ella se fue.
Dos días después, totalmente inmerso en un letargo extraño y vacío, pensé en
cuando su abuelo murió y como, ante el individual y celoso luto de los demás,
estuve con ella para que pudiera dejar salir el suyo; pensé en cuando esa
sombra se extendió por meses y años y como estuve con ella cuando se tuvo que
volver el soporte de su casa y se encimó la durísima responsabilidad de cargar
con la unión de todos; pensé en todas las veces que la impulsé a brillar con
esa maravillosa luz propia que tiene; pensé en sus peleas y cuando traté de ser
escudo o desviarle los golpes para que no llegaran certeros, cuando hice todo
por ayudarla a levantarse las veces que cayó; pensé en lo que hice el último
día antes de partir a la isla y en los mensajes encriptados para darle ánimos
desde allá; pensé en nuestras ganas conjuntas de cambiar México; pensé en todo
lo que compartíamos; pensé en las carcajadas que siempre le pude generar y en
todas las sonrisas que le robé. Fue ahí, justo ahí, cuando lo sentí, cuando me
dolió.
Así como
llegaste, sin que nada más importe, de la manera más inerte, te puedes ir. Me
tocó tener que comprenderlo.
Sin embargo, tiempo después recordé todas las veces que creyó en mí y me
impulsó a ir subiendo; recordé cuando mi abuelo murió y como fue la primera en
estar ahí; recordé cuando Cantab se alejaba y parecía que ya no se podía y ella
nunca me dejó tirarme; recordé cuando ella me ayudaba a encontrarle el
verdadero tono a mis propias disputas; recordé como sabía decir siempre las
palabras perfectas para regresarme a la calma cuando yo no podía más; recordé
las carcajadas que ella igualmente me hizo botar y las sonrisas que también
ella siempre me supo robar.
Ahí fue
cuando me di cuenta de que en realidad nunca había tenido que ver con la
compatibilidad, con el juego, con el fut o con las ideas. Esos sólo fueron
pretextos, cerezas que además teníamos para llevar el día a día. Algo que
simplemente volvía fantástica una compenetración que venía de otro lado, uno
aún más potente. En ese instante entendí que de lo que se trataba en verdad era
de lo que el uno podíamos producir en el otro. En la calma, en la fuerza, en
las seguridades y en el espíritu que nos dábamos mutuamente. En las sonrisas. En esa sensación de
cercanía, de confianza, que a pesar del tiempo o la distancia no se va. Las
verdaderas huellas, las que perdurarían y resistirían a pesar de todo. Es por
eso y es ahí, creo, que las cosas se hacen tan difíciles de entender a veces…
… y es que, al final, si no es por sentir algo así, por compartir algo
así en la vida, ¿por qué vale la pena luchar? No importaban los muchos
obstáculos.
Ahora que mi papá murió y regresó un ratito me ha dado la paz que tanto
necesitaba. Me escuchó y me dijo lo que necesitaba oír. Como sólo ella hubiera
podido hacerlo, como sólo ella me conoce. Me confortó como nadie, sin tener que
hacerlo, en la distancia natural que ahora nos mantiene, simplemente porque sí,
porque lo quería. Por ello le estaré infinitamente agradecido. Sin querer, me
fue fácil trasmitirle todo y sentir de nuevo esa compenetración que tenemos
desde hace tanto. A ello siempre le sonreiré. La vida da muy pocas
oportunidades de conocer alguien con quien se tenga algo así. Ya sólo haberla
conocido y saber que existe es suficientemente grande.
Este post ha pasado por muchas semanas y versiones. En cada una de ellas las
conclusiones cambiaban y los sentimientos que dejaba al aire jugaban en todos colores.
Tenía que estar listo y entender realmente lo que sentía. Al final, después de
todo y tanto, después de todo lo que ella significa en mi vida, me doy cuenta
que ya no quiero ocultar nada. No me quiero mentir más. No más estrategias ni
mediciones. La quiero. No importa que se acabe.
Lo único
con lo que me quedo es con lo feliz que me hizo, con su sonrisa, con la mía,
con lo mucho que la admiro, con lo mucho y tan profundamente que la quiero y
con la gran sensación de que existe alguien que se convirtió en parte de mí
como nadie lo ha sido. La vida es así. Hay tantas cosas que no dependen de mí,
ni de lo que creo, quiero o siento. Me tocaba también entender eso. Yo di todo
de mí.
Al final, me doy cuenta también que lo que más feliz me hacía era hacerla feliz
a ella. Un pleaser al que me llenaba tanto dar e intentar robarle sonrisas,
todas las que pudiera. Uno que gozaba como nada compartiéndole mi vida y que
ella me compartiera la suya.
Si algo sé es que hubiera dado todo por verla sonreír siempre, porque fuera
feliz. Sé que ella también lo sabe. Sé que la pude haber llenado de tanto y
todo el amor que necesitara por siempre.
Al final,
simplemente me alegro por una de las más grandes historias de mi vida. Le
sonrío a ella y a lo que tenemos. La distancia o las circunstancias no pueden
cambiar eso.
Ayer fue su cumpleaños. No lo olvido. No tengo por qué hacerlo.