Ayer estuve con M en la mesa por la que han circulado tantos whiskys, vinos y sakes, tantos rollos, currys y jocoques. Esta vez no fue distinta, pero sí fue la última en mucho tiempo. Siento que pierdo un pedacito. Pero ello no es suficiente para aminorar la alegría por lo que implica para ella. Me quedo con las interminables horas y los interminables temas que pasaron por ahí, con ese muy particular diálogo que tenemos a las horas en que ya se hace tarde.
Regresaron Madrid y las llamadas de media hora a la isla. Meses más tarde y todo lo que ahora implican en nuestras vidas. Lo que viene en la suya y lo que me ayudaron en la mía. Sus certezas felizmente conflictuantes y mis incertidumbres, también felizmente irrelevantes.
Las horas se fueron, como siempre, con la sensación de que hay cosas que se piensan y algunas en las que hay que dejar de hacerlo. Esperando haberle dejado algún regalo para los próximos meses, M sí lo hizo. Me dejó el recuerdo de que soy el del ingenio extraño, el que busca la sonrisa, el del Güini Pu y alguna vez los tulipanes y otra el móvil de Calder. Ése que por momentos o periodos dejo de serlo. Ése quien quiero ser siempre y como el que creo trasmito lo que más me hace feliz.
Se extrañarán mucho los whiskys, las horas y la gran compañía. Se tendrán que reanudar las kilométricas llamadas y los vuelos a horas extrañas.