Zague la hizo rebotar en el travesaño y Hugo Sánchez mandó
la chilena por fuera. Yo lloraba en la biblioteca de casa de mis abuelos aquella
tarde que México perdía 1-0 contra Noruega en lo que se convertía mi primer
contacto emocional con un Mundial. Sin saberlo, aquella tarde encontraba lo que
es hasta hoy una de las más grandes pasiones de mi vida. El futbol en sí mismo
lo es, pero como se lo dije a un brasileño en el camión que nos llevaba al
centro de Fortaleza: el Mundial es otra cosa.
Y es que cómo no sentir aún el gol de último minuto de Luis
Hernández frente a Holanda o el desgarrador hoyo en el estómago de la
inigualable volea de Maxi Rodríguez para hacernos caer. Mi carrusel personal de
emociones siempre alcanzado sus más altos y sus más bajos a través de la
Selección y sus idas y vueltas. La expectativa, los anhelos, la emoción, casi
nunca tan exacerbados como cuando el Tri juega o se acerca a un Mundial.
Ir a Mundial se convirtió desde hace mucho en una de mis
mayores ilusiones. No sólo por lo que representa, sino por cómo me he
acompañado a lo largo de cinco que me había tocado vivir. Los recuerdos del Mundial me transportan a
momentos muy específicos de mi vida de los cuales puedo mirar hacia a atrás y
adelante y, si no entender, si puedo relacionar quién era yo en cada instante.
Pero no sólo ello. México, la Selección, el Mundial se
convirtió en uno de los vínculos más íntimos que compartía con mi papá y mi hermano.
Innumerables las veces que nos sentamos los tres al pie de la salita de papá
para ver un juego, como innumerables las veces que acabamos viéndolo en otro
lugar de la casa ante la tensión que nos generaba. La Selección sin lugar a
dudas se convirtió en el lenguaje común de la casa y la generadora de momentos
familiares como ninguno.
Hace cuatro años, mientras Sudáfrica 2010 fenecía, le
prometí a papá que iríamos a Brasil y juntos gritaríamos gol y viviríamos el
anhelo de ambos. No pudimos hacerlo juntos. Se nos adelantó la vida. Por ello,
ir a Brasil 2014 se convirtió más que una meta en la obligación de una promesa
que pude cumplir al entrar al Castelao y tomarme una foto con la imagen de
papá, al momento en que me quebraba como pocas veces lo hecho al entender lo
que pasaba realmente. Pude cumplir por los dos un sueño.
Grité gol como nunca las tres veces contra Croacia y salté
agitando mi bandera tan fuerte ante las atajadas brutales frente a Brasil. Viví
mi sueño compartiéndolo a la distancia con papá, sólo para regresar al sillón a
ver el último juego con Juan, como siempre ha sido.
El resultado fue igual, cómo lo viví no. Esta vez llevé a
cuestas muchos años de vínculos y felicidades que sólo en familia entiendo.
Cumplí uno de los más grande sueños de mi vida. El siguiente es poderlo
compartir con Juan, como papá lo hubiera querido.